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martes, 22 de febrero de 2011

ENTRE EL TROPICO Y LA BRUMA

Siempre sorprenden los cambios climáticos inesperados, como cuando descendemos a una cueva en el tórrido verano y de pronto sentimos frío o cuando abandonamos una ciudad costera y subimos a un pueblo donde se duerme con manta. Pero no había experimentado hasta ahora vivir entre el verano y el invierno cada siete días. Desde que he empezado mi nuevo trabajo como medico a semanas alternas entre Saigón y Hanoi, separados por 1800 km hacia el Norte, paso una semana en el trópico y otra en un invierno suave, a 15 grados de mínima, más parecido a un otoño benigno que a un verdadero invierno. Saigon es ciudad y Hanoi es pueblo. El sur es fiesta, bullicio, vida y el Norte es gris, húmedo, ruidoso y melancólico. La primera imagen que recibo es la de la niebla del lago del Este, una extensa y quieta masa de agua rodeada al fondo por los edificios de la capital que apenas se adivinan como grises un poco menos aguados, una acuarela sutil donde la huella del hombre se confunde y diluye en la naturaleza humilde y callada. En medio de ese paisaje de tintas aguadas, siempre aparece alguna nota de color, ajena a la circunstancia y a la vez parte de ella, como esos vendedores de liliums o girasoles, que pasean con sus bicicletas a un ritmo suave.



domingo, 20 de febrero de 2011

HOMBRES CON TRAJES DE ARENA


           Queridos hombres con trajes de arena y cascos del tiempo del comediscos y del capitán Tan. Que ayer ya me pusisteis una multa...¿no lo recuerdas? La mujer se lo dice a la cara mientras se ríe. El hombrecito, duda...La dejan ir. No ha tenido que adivinar cual es el precio del día, el precio de ese hombre, que puede ser distinto del siguiente o del anterior. Mientras la justicia sea administrada por hombres nunca será ciega. Y el día que lo sea, Dios nos proteja de aquello que algunos escribieron en sus decretos. Las calles están llenas de melones, sandías y flores amarillas. Árboles sin hojas que abrirán sus flores para el año nuevo. El mercado de orquídeas está imposible tras la ola de frío en el Norte.
            Los turistas se pasean con sus mochilas pegadas al abdomen, gravideces de quita y pon, forma de viajar antídoto de todo impulso diogenético. Cambian joroba por barriga, y su desconfianza los convierte en insectos de gigantescas proporciones que caminan balanceando los brazos, el cuerpo ligeramente hacia atrás, la mirada nublada por el calor y ese estado líquido en el que se diluye la voluntad y se espesa el entendimiento.
            Caen las luces y bajo el goteo acosador de los vendedores de lotería observo la desaparición de los coches frente al mercado de Ben Tahn y el movimiento veloz de los toldos rodantes bajo los cuales se dispondrá en minutos una miríada de restaurantes nocturnos. En mesas comunes se apretujan esa pareja de extranjeros ahorradores, la pandilla de prejubilados alemanes o australianos que pasan media hora en alcanzar un menú común por consenso, el chino tostado y arrugado como una pasa de Corinto que se hace acompañar por una gacela con tirabuzones y taxímetro de la edad de la hija que nunca ha tenido, o el matrimonio multirracial que pide huevos cocidos con patito dentro y un pastel de arroz soplado hasta convertirse en un globo de crujientes paredes. Los perfumes de primeras marcas europeas, humillados por el sudor, se mezclan con los fritos, barbacoas y los hedores de la muerte de pescados o mamíferos del vecino mercado. Al salir, paseando entre las tiendas que ofrecen rebajas sobre lo que ya nació rebajado, canta la abominable tortura melódica de los vendedores de helado.
   Al fondo, los hombres de arena, de a dos sobre su motocicleta de juguete, comunican a un conductor algo poco divertido.



         

miércoles, 16 de febrero de 2011

CHUC MUNG NAM MOI 2011

A las 11.30 h llego a la granja. Música de karaoke entre brindis con un whiskey que nunca ha visto Escocia. Vísceras de cerdo fileteadas, huevos sobrecocidos en agua de coco y carne de tocino, y además sopa de matanzas, un caldo de arroz y cubos de sangre cocida. En la terraza, los papayos crecen en las jardineras como si fueran geranios, pero con el tamaño de una avestruz. Dentro, la casa está llena de mujeres que juegan y ríen, y cogen a las niñas en brazos, y hablan y comen ante la mirada inexpresiva de santos y vírgenes sobre las estanterías. Bajo la cama, en la misma estancia, se guardan huevos de oca en bolsas de plástico, y a su lado la caja fuerte, del mismo tamaño que la nevera.
De camino a la granja del vecino, las vacas avanzan por la cañada, siguiendo a un humano de sexo misterioso por cuanto van vestido de pies a cabeza a pesar del calor. Pantalón negro, blusón azul, antifaz a rayas y su sombrero de paja. A su lado, cuatro gallos comen trigo que alguien a echado al suelo. Los arbustos toman el color cobrizo del camino, cubiertos de polvo de la estación seca, y bajo su sombra juegan dos niños, y más allá, ya circulan las sempiternas motos, solas o en grupos, en su continuo pulular ubicuo.
En la granja, más allá de las 16 naves que albergan casi 300.000 pollos, la casa del amo es un capricho racionalista por fuera, mientras que en su interior parece un mueblé, con sus neones azules y un exceso de sillas de madera de raíz, estilo Luis XIV. Los dueños parecen los criados en medio de ese lujo fuera de lugar. Pero uno no puede fiarse de las apariencias, porque esa gente se embolsa más de 20.000 euros al mes. Tal vez les hemos sacado de la siesta, él caminando en pantalón corto con unas sandalias esquelet que parecen de ella, y la mujer arrastrando unos zapatos de cuero negro, toscos y pesados, que le irían mejor a él.
Ya de vuelta, recogemos 18 docenas de huevos de dos yemas para regalar a las amigas por año nuevo. Ríete de los huevos de las clarisas.
Mientras, en la ciudad, las banderas rojas flamean como si quisieran desprenderse de la estrella, o de la hoz y el martillo, alineadas sobre avenidas desiertas, un paisaje urbano insólito de persianas bajadas, que durará cinco o seis días, quizás menos.



jueves, 3 de febrero de 2011

Los colores del año nuevo

Flores amarillas de la suerte, rosas rojas y flores rosadas como las del cerezo en primavera son todas visibles en las avenidas, los portales, las tiendas o sobre las excavadoras inactivas. Se apilan macetas donde flores arracimadas deben venderse antes de año nuevo. Los árboles de la suerte se reparten en moto, maceta y sarmiento, con su flores amarillas abiertas o a punto, sobre los troncos retorcidos, y esos días convierten a los motoristas árboles sobre ruedas, poetas a su pesar, una nota estética en mitad del tráfico, tan rudo, mecánico, transeúnte y mortal. Y hay quien se ofrece para cuidar esos árboles pasadas las fiestas, en un invernadero hasta el año siguiente. Eso sí es reciclaje.
             El verde de las sandías, apepinadas o redondas, se acumula en los caminos. El rojo de las banderas rojas, flamea como las alas de un ave prehistórica, o de un vampiro, tan irreales y caducas como lo que representan. Sus colores rojos y amarillos se continúan con los de las tiendas, donde rulos, sobres para regalar dinero y calendarios cuelgan de sus paredes como las oraciones en las mastupas tibetanas.  
Todo el mundo reparte regalos, cestas navideñas con paquetes de cigarrillos, vino de Dalat, obsequios que van de abajo a arriba. Los empleados regalan a sus jefes, los empresarios a sus clientes: todos desean suerte para el próximo año, y la suerte se paga, o se compra. Pero la suerte es superstición. Aunque por si acaso, muchas gracias por mantenerme en mi puesto o por ascenderme. Una mano sobre la mesa y otra por debajo. Los sobres circulan  de puerta en puerta, hacia arriba, hacia abajo.
Por ello, es importante también que la primera persona que cruce nuestro umbral después del año nuevo sea alguien de fiar. Feliz año del gato y que todos ganemos dinero. Como me dijo un joven miembro del partido comunista, ganar dinero es la principal motivación. Un chico de mirada despierta, que hablaba lo justo, pero sonreía y escuchaba, sobre todo escuchaba.