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lunes, 15 de agosto de 2011

ENTOMOLOGIA URBANA: INSECTOS SOBRE RUEDAS.

      Pasa una con su espalda recta como un palo de escoba. La inclinación sobre el manillar es un ángulo perfecto, un número áureo de la trigonometría, como lo es la curva de sus caderas para la geometría. Será por aburrimiento, o quizás por su vuelo errático, caótico e incomprensible para mí,  pero siempre sorpresivo y a menudo irritante, por lo que he tomado la resolución de efectuar un estudio taxonómico de las especies sobre ruedas de la ciudad de Saigón. En particular, de las que vuelan sobre dos circunferencias, a motor o sin él. Para ser riguroso y a riesgo de resultar aburrido, debiera empezar por disponer una serie de cajones, (de madera, carcomidos y polvorientos), unos dentro de otros, con toda suerte de letreritos de papel, el celo amarillento, la tinta de bolígrafo difuminada por la humedad o recomida por un caracol diminuto, donde se leyera, en cursiva, familia, especie, clase, género, orden, rama y varias divisiones más que repetirían la fractalidad natural con que se divide un árbol o una coliflor, con las que los naturalistas en general, y los entomólogos en particular, clasifican a los seres vivos (habitualmente una vez muertos).
       Pero semejante actividad queda lejos de mi verdadera esencia, perezosa y desorganizada, o desorganizada por pereza, y por ello procederé como siempre, de un modo más libremente asociativo, por intuición, o pura asociación emocional.
       Y lo primero, y que más llama mi atención, son esas espaldas rectas, que parecen almidonadas o planchadas, que veo con poca frecuencia navegar distraídas, o quizás no tanto, la mirada perdida en sus pensamientos, el teléfono a la oreja, o los brazos estirados, rectos también sobre el manillar, cuidado que viene una curva y no vas a poder girar. A su alrededor y por comparación, todo parece vulgar, pesado, curvado por la gracia de un saco de heno, abollonado, sudoroso, oscuro, grávido, ruidoso.
     Lo siguiente que me sorprende, y arranca hasta sacudidas de risa, o manotazos hacia mi bolsillo en busca de la cámara de fotos, la del móvil, son los malabaristas o equilibristas. Puedes llevar una armario en una moto? O cuarenta docenas de huevos en bolsas de plástico sin que se rompan? O los pasteles de tu boda en una columna? Un listón de seis metros? Bombonas de butano tamaño misil intercontinental? Dos palmeras? Una corona de pompas fúnebres? Un acuario con sus peces? Cincuenta aviones de plástico? Más globos que la película Up? Un espejo de dos metros cogido con las manos? Sí, puedo. Y mucho más.
     En cajones secundarios y pequeñitos podría a los que hablan por teléfono con el brazo cruzado hacia la oreja contraria, para que no se lo roben; las de piernas largas desnudas, apenas cubiertas por una falda o pantalón que parece un cinturón ancho; las bellas durmientes que descansan peligrosamente contra el manillar o la espalda de su padre o marido; las que transportan sillitas de bambú entre el conductor y el manillar, con niño dentro, sin casco y con mosquitera en la cabeza; las que conducen mirando únicamente su teléfono móvil mientras chatean; todos los que se incorporan a un tráfico denso y peligroso sin mirar; los que circulan preferentemente por la acera; las que se tapan la cara con máscara de trapo; las que lo hacen con pasamontañas de lana a 38 grados; las de guantes largos tipo Gilda color carne; las que cargan más de cuatro pasajeros (en una moto? sí, sí) y así iría construyendo mi bestiario, que en lugar de conservarlo en una caja de corcho, de esas de bombones helados, atravesados por alfileres, acaba en caja de pino, bien barnizada, tras la visita, a ritmo de cien al día, a la sala de traumatología y neurocirugía del hospital de Cho Rai.
      Y por si no se han dado cuenta, las únicas que se salvan casi siempre, porque su levedad las sustrae de los avatares de este mundo, o porque son diosas inconscientes de su poder, o todo lo contrario, y se saben inasibles, presas difíciles para el entomólogo, son las de la espalda recta, libélulas de Saigón, que siempre me producen la mágica sorpresa de una mariposa cuando se posa en el dorso de mi mano.


miércoles, 10 de agosto de 2011

VIVIR CON OJOS ABIERTOS

     Le digo al taxista que gire a la derecha, que tome la calle Le Duang en lugar de la calle Dien Bien Phu. El motivo es que a las seis y media de la mañana lleva menos tráfico. Pero también, que es una arboleda, y que pasa por delante de la catedral de Saigón. Y me pregunto si uno puede enamorarse cada vez, o cada día, de alguien o de algo que nos rodea, en cada destino al que vamos, para hacerlo más agradable, familiar o acogedor; crear un rincón de intimidad, una parcela de complicidad con un espacio, un objeto, un acto o un rito.
      En las últimas semanas he sufrido un intenso ataque de misantropía. Hace ya casi un año, cuando llegué a Vietnam, me sentí agredido por el clima, por el cielo gris, el calor continuo y la lluvia constante, agresiva, impertinente. Quedó superado por la experiencia y por la benigna y larga época seca. Ahora es la gente, su indolencia, su estulticia, su conducta descerebrada, ineducada, nuevo rica, paleta, la que me hiere, me repele. Por las mañanas miro el techo de la habitación y pienso, lárgate de aquí. Pero uno ya es veterano en mudanzas; casi podría tener mi propia empresa; y mantengo el timón firme o corro la tormenta emocional;  espero. Y por fin un día sale el sol, o en este país, mejor se oculta, pues aquí, el sol sobra tanto como el agua. Y entonces descubro que, casi sin darme cuenta, en las últimas semanas he creado nuevas rutinas, imágenes, personajes, sabores; ínfimos descubrimientos que, si me fuera, echaría de menos, como siempre demasiado tarde.
      La vida está repleta de pequeños duelos. La inquietud comercial de mi empresa ha puesto fin a mis viajes al norte, a Hanoi, donde a pesar de mi actividad social tirando a tímida, conseguí acercarme a un puñado de amigos. Pero también a un conjunto de imágenes y personajes, como los reflejos y las nieblas del lago del Oeste, o los paseos de las vendedoras de frutas y flores en bicicleta, o las comidas en el Metropol y los cafés concierto, y las cenas en el barrio de Nha Tho, la Notre Damme deshidratada, tamaño llavero, comparada con la verdadera. E incluso mis compañeras de trabajo en la clínica, las médicos francesas y holandesas, tan robustas por dentro como por fuera. Lo malo del duelo, es que como casi todo, lo lleva uno solo.
       Y entonces, he despertado de mi ostracismo voluntario en el que caí por ese cabreo existencial de baja intensidad que conlleva la neurosis de cierto abolengo. Había cerrado los ojos, había dejado de mirar con ojos de niño, esa mirada que en el adulto tanto exaspera a algunas mujeres que esperan en el subconsciente haberse casado con su padre, o con lo que representaba cuando ellas eran niñas, cuando se enamoraron de él, o de su apariencia de seguridad, y descubren que, o bien no conocían a su padre, o se han casado con un niño con bigotes y tarjeta de crédito, que no las escucha y se tira pedos.   
      Pero esa mirada curiosa, que nos regala poder sorprendernos con lo cotidiano, hacer descubrimientos en lo obvio, viajar por el planisferio de las asociaciones entre lo cercano y lo remoto, sobre todo cuando uno ha completado buena parte del puzle que representa el mapa de nuestra vida, esa mirada alimenta en buena medida la magia de vivir, del juego, de la fantasía. Es el área de nuestro espíritu que depositamos sobre lo que acontece, la luz con la que vemos, como una linternita, el desván ignoto del presente, y también la herramienta principal del escritor, y de todo aquel que quiera convertir lo habitual en único, excepcional o íntimo. Y cuando el color rosado, un carmín de Garanza, degradado en ocre y amarillo Nápoles, de los muros de la iglesia queda atrás, entre las motos, sonrío de nuevo y respiro mejor. Hoy ya no es un día cualquiera. Es un día especial.

lunes, 8 de agosto de 2011

VELATORIOS Y VELEIDADES

          El paseo marcial es una de esas visiones teatrales que aún quedan para demostrar hasta qué punto el ser humano permite ser alienado. Rostros largos, pasos más largos todavía, taconeo sobre las losas grises en una tarde de calor sofocante. Un guardia toca el pito cuando los turistas se acercan demasiado. Las coronas de crisantemos, con sus cintas multicolores, contrastan sus curvas aterciopeladas con las líneas del mausoleo neoclásico. El padre de la patria descansa y los soldados, vestidos de blanco, lo guardan. Gorras de plato, cintas rojas y doradas, rifles al hombro. Cambio de guardia a media tarde, con sus pasos y sus giros y sus gestos que pretenden sincronización y exactitud, bajo el rojo y la estrella. La escena aparece inmaculada y aburrida y solo un detalle me retiene allí. Un soldado fuera de lugar, se ha refugiado bajo la sombra de un árbol; es el único que parece relajado, está escribiendo algo en un papel, se saca un guante, mira el revolotear de una mariposa negra y sonríe. Sobre su figura se abren unas flores ambarinas que huelen a limón, y más allá, al fondo de la avenida, el relevo lejano ha abandonado el paso varonil por otro más natural y afeminado.