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viernes, 28 de enero de 2011

CUANDO LA CIUDAD RUGE

La ciudad ruge con su propia voz, que apenas calla unas horas de madrugada. Motoristas suicidas juegan a esquivar retrovisores mientras chicas acuclilladas comen o beben en las aceras. ¿Pero qué hora es? Aquí comen todo el día. Banderas rojas con la hoz y el martillo miran con indiferencia a los bulldozers que destruyen edificios históricos del centro de la ciudad para dar paso a grandes rascacielos. El edificio Eden de Le Loi con Nguyen Du ha caído en tan solo cuatro semanas. La historia se reconstruye, la ideología se moderniza, los símbolos se mantienen pero no se aguantan. La cartelería de propaganda usa iconografía de entreguerras y se enfrenta sin éxito a las radiantes modelos de Chanel o Bulgari y oculta a sus espaldas los cascotes de pequeños comercios expropiados por manos oscuras que trafican dádivas en nombre del interés común, solo que común a unos pocos. En las paredes del mercado de Ben Than, el más popular y concurrido de la ciudad, carteles luminosos contienen frases hermanatorias intraducibles y menos aceptables para el que tenga los ojos abiertos. Sobre un paisaje de rascacielos sigue el mensaje unionista, como si los constructores y promotores o incluso los propagandistas tuvieran algo que ver con la señora sentada ante el letrero, la cara arrugada, acuclillada ante unas bandejas de hoja de plátano seco en las que se acumulan huevos de codorniz, cacahuetes y mango verde, o la del carrito de arroces multicolores, o el que se rodea de almanaques y sobrecitos rojos y dorados para celebrar el nuevo año, el año del gato. Pero está muy claro quién es el gato y quienes los ratones.



domingo, 23 de enero de 2011

EL TIOVIVO DEL TRAFICO EN SAIGON

La primera vez que tuve contacto con Vietnam me produjo la extraña sensación de estar en un país latino ¿Latino? No podía ser. Pero lo cierto es que la pasión por el ajo, la vida en la calle, el bullicio, las gentes en los cafés de Saigón chocaban con lo que uno podía esperar de un país comunista asiático con economía planificada en apariencia. Con el tiempo he podido constatar que en Vietnam coexisten muchos contrarios, como la planificación de sus emprendedores en la esfera individual en contraste con una sensación de improvisación colectiva.
      Si en algo se aprecia la mezcla de individualismo y falta de planificación colectiva es en el tráfico. La falta de cumplimiento de las normas más básicas del orden circulatorio, la ausencia de semáforos en la mayoría de los cruces importantes, la arbitrariedad con que los agentes de la policía ejercen su poder sobre los conductores, todo hace de la circulación por Saigón un fenómeno sorprendente y creativo. Las aceras se convierten en carriles de adelantamiento para motos, las calles tienen direcciones pero los sentidos son libres, alternando el adelante o hacia atrás con los sentidos cruzados o el casi estacionamiento en plena vía para recoger un bulto caído inoportunamente de una moto. Porque las motos llevan bultos, todo tipo de bultos, desde cien patos o cincuenta bolsas de plástico que hacen de pecera a pececillos de colores, hasta cristales o espejos de 1x2 m2, neveras, y rascacielos de hueveras o veinte botellas de aceite de 10 litros. Por supuesto son el transporte multifamiliar por excelencia, de modo que no es extraño ver un motociclo con cinco ocupantes que se apretujan como sardinas, los adultos con casco, los niños no. En perspectiva está el impulso al transporte público, un remedio urgente para una ciudad colapsada por la cantidad y la falta de orden. En medio de este caos, la vida del peatón transcurre como la que debían llevar los primeros mamíferos entre los dinosaurios. El peatón es ignorado. No hay aceras salvo a la salida de los grandes hoteles y centros comerciales, los pasos de peatones no son respetados por nadie, y el peatón cruza como puede, por donde le da la gana. Peatones en las calles, en las rotondas, en las autopistas. Y como si de una ruleta rusa se tratara, van agotando los huecos vacíos entre motos, coches o camiones hasta que les llega su hora.

lunes, 10 de enero de 2011

COMER CON LOS DEDOS

Qué son los dedos sino la última ramificación del cuerpo, las púas de una estrella en lo más alto del brazo,  los tentáculos de un pulpo de cuatro patas, los que convierten a las palmas en anémonas, pájaros, mariposas o cualquier otro miembro del bestiario de nuestra imaginación. Con los dedos se rasga, se corta, se manda, se vota, se golpea, se acaricia y se come. Lo primero que hacen los bebes es cerrarlos para llorar y luego abrirlos y acercárselos a los ojos para protegerse de la luz. Solo unos meses tardan en metérselos en la boca y con ellos todo lo que encuentran. Un psiquiatra escatológico dijo eso de que les produce placeres orofecales. La realidad es que las oportunidades de comer con los dedos son tan celebradas como carentes de elegancia. Aunque ello depende del arte de cada cual, claro. Las tapas, los pinchos, los rollitos, el marisco o los calsots todos se festejan con los dedos. Y aunque luego nos traigan toallitas perfumadas, banderas blancas de nuestra voracidad, el olor persiste entre nuestros dedos, como el perfume pecaminoso de todas las grutas exploradas en una noche de lujuria. Y resulta sorprendente observar la metamorfosis o quizás únicamente la caída de pieles de cordero o de lujoso visón bajo las que asoman ya lobas o panteras y se abalanzan sus estrellas abiertas para cerrarse como el pico de un ave exótica sobre las delicatessen nacidas cargadas de energía potencial, que en segundos se transforma en cinética y aceleración. Y cuando por fin se aplaca el baile de brazos en lo alto, los que caían segundos antes centrípetos sobre fuentes rebosantes, solo queda una estela de platillos brillantes en las mesas, que ya van desapareciendo como la espuma del mar bajo la luna tras la popa de un buque nocturno, mientras alguien les echa una última mirada melancólica, comprendiendo quizas la fugacidad del placer, el engaño del deseo.