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jueves, 27 de diciembre de 2012

UN OJO OPORTUNO



                A los dieciséis me compré mi primera cámara de fotos, de segunda mano, una Olympus OM2, manual, metálica, con funda de cuero caoba. Tiraba fotos en blanco y negro, más baratas, hasta que llegó FOTOPRIX  a la calle Balmes con Consejo de Ciento hace casi treinta años. Tomaba el autobús para ir a revelar las fotos en color a esa tienda, el único lugar que me permitía pagarlas con lo que sacaba de clases particulares. Por aquellos tiempos, los ochenta, pensaba en que un buen fotógrafo necesitaba llevar siempre una cámara en la mano. En aquella aun época de película celuloide, no podía cambiar de color a blanco y negro con solo darle a un botón, y acabé paseando dos cámaras, una con película en color y otra en blanco y negro. Lo mismo ocurría con las sensibilidades (ASA). Por otra parte, los carretes de 36 imágenes eran proporcionalmente más económicos que los de 24 o 12 y eso complicaba las decisiones.
                Conocí a Francesc Catalá-Roca en una barbacoa. Paseaba una cámara pequeña, casi de juguete, como esas que se ganaban en las casetas de tiro con balines, en las ferias de verano, y que sacaban un rostro de plástico con mofletes colorados, sonriente, empujado por un muelle al darle a un resorte. Le pregunté por su cámara, que parecía muy simple, y me dijo que lo más importante de la cámara era el ojo. Del mismo modo que el instrumento más importante del oficio del médico es la silla, y más que su fonendo, lo que hay entre los extremos, la cabeza del médico.
                Hoy en día no hace falta llevar una gran cámara en el bolsillo. Los teléfonos móviles llevan cámaras con distintos ASA, en color, sepia o blanco y negro, con video, grabador de sonido, todo. No hay excusa. El ojo que ve puede registrarlo todo. Lo importante es el ojo.
                Pese a mis dos años en la ciudad de la lluvia y el surrealismo, no me resigno, sigo mirando, y descubro nuevos temas, viejos protagonistas, nuevas imágenes. No cedo al adocenamiento, a la modorra de la rutina. Mantengo el ojo abierto a la sorpresa. Lo importante es el ojo. 



viernes, 7 de diciembre de 2012

BOCADILLOS DE CABALLA


            En la calle Dien Bien Phu, entre Pham Ngoc Tach y Pasteur, afloran por la mañana temprano los puestos de bocadillos, banh mi, y otras ofertas gastronómicas. En unos wok plateados hierven unos churretes pardos. Me acerco a preguntar. Son de pescado. Un día me atrevo y desayuno bocadillo de pescado. No quiero imaginar ni preguntar de qué pescado se trata. No sabe a nada, así que imagino que es Pangasus, la panga con que Vietnam ha invadido los supermercados de España y del mundo entero gracias a su precio y a que no tiene espinas. Pescado blanco, inodoro, insaboro, masticable, proteico y barato.

            Entonces me acuerdo de los bocadillos de pescado que he comido en mi vida, desde los de atún en aceite del colegio hasta los bocadillos de caballa de Estambul.

            A las cinco de la tarde, el sol bajo, el agua azul marino casi negro revuelta por el tráfico de los ferris que van y vienen de la parte antigua a la parte nueva del cuerno de oro, o de la costa europea a la asiática, en Eminonu, donde acaba una de las líneas de tranvía entre chirridos, se acumulan las barcazas barbacoa que venden bocadillos de caballa. Las gaviotas chillan y se pelean por posarse sobre el tejado a la espera de una distracción de los cocineros. Bajo el toldo flamea un letrero ocupado en casi la totalidad de su longitud por el enrevesado nombre del dueño (BISMILLAHIRRAHMANIRRAHIM). Mujeres con velo negro y cada rolliza, hombres de mostacho poblado, nariz y barbilla largas como gárgolas o arietes marinos que protruyen a su encuentro, todos abandonan un instante las manos de sus niños o las cuentas de los rosarios y se acercan a las barcas que humean y en las que un vendedor vestido con chaquetilla adamascada y bombachos blancos grita buyuk, buyuk, buyuk. El muecín de la Yeni Camii canta y avisa del rigor y la devoción obligada, pero por unos instantes, cegados por el olfato, el estómago manda y los devotos se entregan a un placer mundano. En 2003, antes de la apreciación de la lira turca, un bocadillo costaba un dólar.
            De detrás de una tapia de latón aparece entre carreras un muchacho con un recipiente repleto de esos dedos de pescado rebozado. Los que tenía la tendera ya se han acabado.






 

LA DAMA DE SAIGON


                No sé quién es, pero ha encendido la llama de la curiosidad en mis ojos. Hace días que la esperaba con mi cámara y finalmente la atrapé. Pasa por delante de mi oficina cada mañana empujada a pedal en un ciclocarro, tirado por un hombre enjuto y moreno, elevado sobre su asiento, muy por encima de ella, como si fuera un gondolero, un remero en el asfalto. Una pareja que baila la lentitud, casi arrollados por la marea de motos que invade calzada y aceras, sin consideraciones, en las horas punta y siempre que les da la gana.

                No puedo dejar de pensar en ella. ¿A dónde irá? ¿Es francesa? ¿Vive sola? ¿Cuántos gatos tiene? ¿Qué come? ¿Té o café? ¿Sin azúcar? Cuántas personas pasan ante nuestros ojos en las grandes ciudades, la mayoría ignoradas, algunas odiadas repentinamente porque se interponen en nuestro camino y desafían nuestra particular concepción del orden del mundo. Pocas, muy pocas suscitan nuestro interés, una falda corta, una melena rubia… y ninguna, o casi ninguna, despierta nuestra ternura.

                La ternura es una emoción cálida, silenciosa, abnegada, irracional, que conforta más al que la lleva que al que la recibe. La ternura es frágil, nos acerca al hermano eterno y universal, al resumen esencial del ser humano. Me sugiere el amor de la epístola de San Pablo a los romanos, un amor que no pide recompensa.
                No creo que llegue a conocerla nunca. Quizás sea una vieja insoportable, llena de manías, una tirana en su segunda infancia. Tal vez sea mi orgullo el que me impida acercarme a ella. Lo dejaré en manos del azar. La añado en todo caso, a mi colección de avecillas urbanas.