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viernes, 24 de enero de 2014

AMARILLO, ROSA Y TET



A finales de enero, cuando Europa duerme la resaca de la navidad o bulle en las rebajas de Harrods o del Corte Inglés, Vietnam celebra su propio año nuevo, el nuevo año chino. Con el 2014 empieza el año del caballo y las calles se cubren de flores, amarillos los crisantemos en el sur, rosas en el norte, flores de ciruelo. Las montañas y valles de Sapa, junto a la frontera china, engalanan sus árboles de flores fuxias que relucen en la niebla.
Por comparación, Hanoi tiene más aroma, Saigón más ritmo. He prestado una visita fugaz a Hanoi y me ha refrescado el recuerdo. Hoan Kiem, el lago de verdes aguas que despide por igual perfume a frescura y hedor a podrido, el corazón del barrio antiguo, el enjambre de pequeños negocios agrupados en gremios donde se vende de todo. Hoan Kiem, el lago de la tortuga gigante que nunca he visto, en sus orillas los sauces y los ficus desmayan sus ramas, sus raíces y sus troncos enteros, sin decidirse a tirarse al agua por completo, y proyectan sombras trémulas en las que pierden sus miradas jóvenes románticas o viejos melancólicos. Hanoi tiene invierno de verdad, y el golpe de frío imprime carácter a sus habitantes, tiñe de naranja sus mandarinas, perfuma sus limones, reboza de abrigos acolchados a sus paseantes, que se arrebujan en los bancos alrededor del lago o arriesgan sus vidas en las motocicletas.
En una segunda línea, la iglesia de San Joseph descansa bajo el moho de sus muros, negra segunda piel, símbolo de la humedad de Hanoi, una humedad que cala, que muerde los huesos, que invita al vino, al café, al abrazo, no la humedad insípida de Saigón que licúa la voluntad, que enciende el deseo perverso, que enloquece el pensamiento. Rodea a la iglesia un entramado de callejas donde se aprietan los bares con terraza a pie de calle, y en sus taburetes se amontona la juventud que bebe zumo de limón. Las callejas se retuercen como sarmientos, cubiertas de árboles invernados, viudos de hoja, enredados por el cableado eléctrico, suspendido en el aire, telaraña amenazante de descarga mortal. De las ramas cuelgan infinitas pajareras, abrigadas por fundas de seda, la misma que venden con acento ceceante en las tiendas bajo los árboles.

                Las motos trazan trayectos zigzagueantes entre el tráfico endiablado, cargadas de mandarinos en fruto, un ornamento típico del Tet. Los mercados venden los pasteles del año nuevo, los ban tet, toscos pasteles de arroz envueltos en hoja de palma. En unos días, las ciudades se vaciarán de toda actividad, sus habitantes habrán escapado a reunirse con sus familias en los pueblos y dejarán las calles desiertas, las persianas bajadas, y frente a las mismas un árbol, rosa en el norte, amarillo en el sur. Ha llegado el Tet.