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jueves, 20 de octubre de 2011

ÉPOCA DE LLUVIA

Lluvia. Goterones poderosos, como los cuerpos batracios de una lluvia bíblica, baquetean el techo del coche, el cielo es tiniebla, la carretera un lago, la gente espera autobús de pie sobre los bancos frente a un río que unos minutos antes se llamaba carretera, las motos se arraciman bajo los puentes como las ovejas lo hacen bajo las encinas. De capelinas de colores asoman varias cabezas o muchas piernas. Los coches levantan olas que amenazan de zozobra a sus vecinas de dos ruedas. Un carrimoto arrastra sobre  la calzada las pieles de los pomelos como la tonsura de un reptil prehistórico. Pese a lo inestable del firme, las escasas motos siguen desafiando la lógica de la prudencia y de múltiples fuerzas físicas como la gravedad o la centrífuga. Manadas de excavadoras dormidas doblan sus brazos de colores, y recuerdan cuellos de flamenco o miembros de un inmenso pulpo metálico. Carritos bajo tejadillos escurren chorros de agua y venden la única nota de color alegre, sus botellas de colorines inverosímiles. Por fin, más adelante, la tierra seca marca una frontera inexplicable, como trazada con regla, hasta donde ha llegado la lluvia. El ambiente es más fresco pero sigue haciendo un calor pegajoso. Pasada la tormenta, alguien mea en la carretera. Un parque ajardinado aparece repleto de sillitas de plástico rojo, vacías; sus clientes, asustados por el agua, tardarán en volver. Arcos de flores animan dos portales por motivos opuestos: una boda, la novia de blanco, a la europea, y un entierro, también de blanco, también de fiesta, la última que se llevará el difunto al paraíso. Las hogueras en los márgenes de nuestro camino tiñen de bruma con sus humos toda la atmósfera, y se confunden con las barritas de incienso en los guardabarros de los coches; otros llevan crisantemos amarillos y todos pasamos ante las tiendas de chimeneas, de colchones, o de venta templos budistas, con sus lucecitas de colores del parchís. Farmacias y neones. El cielo sigue gris. Vuelve a llover.

lunes, 3 de octubre de 2011

FOR MEN ONLY 2. MÁS ALLÁ DEL ESPEJISMO


¿Cuestión de vocabulario? Tal vez. Irse de putas es algo soez, secreto, o como mínimo discreto, un asunto del que solo presumen los de abajo, y por lo general cuando van borrachos. Tener un programa, como diría Mario Benedetti, es digno de envidia, hasta de cierto respeto, de camaradería entre compañeros del mismo escalafón. Tener una querida, solo se permite a los jefes, o a los políticos, o a los hechos a sí mismos que han triunfado, o a los ricos en general. La situación es idéntica, pero el vocabulario la viste de un color muy distinto. Tampoco es igual que te digan it’s hundred dollars  (son cien dólares) que would you like a girlfriend for tonight? (quieres una novia para esta noche?) La carne puede ser la misma, pero el envoltorio cambia mucho. Tal vez por ello, los que pueden no pagan fulanas, sino que mantienen novias. No se habla de dinero, que es una ordinariez, se ofrecen o reclaman regalos, que siempre son bienvenidos, y son más bonitos que un billete con cara de George Washington. Si las excursiones al tocador de Holly Goligthly pagaban pajareras doradas, los paseos con las long legs, high hills de Saigón compran bolsos, y al rico o poderoso gusta más imaginarse que esa chica de la edad de su hija va con él por su capacidad de seducción (quien piense que se seduce sin regalos de algún tipo va listo…) que por su cartera. ¿Pero qué hacen las novias de pago después de conseguir tres bolsos de Hermés y cinco de Luis Vuiton? Pues lo lógico, venderlos.
Lua (seda) es una tienda pequeñita, de entrada estrecha y altas paredes. Se ubica en una calle poco transitada (si eso puede decirse de alguna calle en Saigón), en las proximidades del mercado de Ben Thanh.  En ella exhiben colecciones enteras de bolsos con los colores más fascinantes, como los de las heladerías italianas, malvas, azules turquesas o esmeraldas apastelados, rojo ingles, o amarillo cadmio naranja, últimos modelos en complementos, lo mismo que una larga lista de relojes de lujo, de mujer, claro. Un cartel dice en inglés, no vendemos, copias, el que tenga dudas al respecto o pretenda preguntar, que no entre. El cartelito, negro sobre blanco y mayúsculas, ya define de por sí el carácter de la dueña, mujer robusta, de dimensiones cúbicas, morena sin complejos, anteojos finos sobre cuyos y por encima de su hombro mira a casi todo el mundo que penetra su santuario de comercios devaluados. Habla un inglés australiano, del que presume como lo haría unos de esos personajes de Charles Dickens que ascendieron tras caminos de penuria desde el barro a los salones con arañas de cristal, fanfarroneando de su humildad. Y como sea que los que subieron desde muy abajo difícil lo tienen para perdonar su pasado, la mujeruca apenas si dirige la mirada a las mujeres vietnamitas que entran por primera vez, a menos que nombren a quien las recomendó.
Fuera de la tienda, en algún lugar lejano, oscuro despacho de obra, espacioso departamento de edificio de oficinas, asiento de avión internacional, o cómodo sofá de casa junto a su mujer, está el otro protagonista de la historia, el macho pagano, cuyo abanico de emociones va desde el aparentemente aburrido pero secretamente satisfecho y excitado por su "conquista", hasta el decepcionado por completo, que después de haber roto su matrimonio por un espejismo de dulces arrullos, despierta en manos de una vampira del verde elemento, una codiciosa de tiempo y dinero, ambiciosa y posesiva, tan celosa de todo lo que no le es propio como lo fue la anterior pareja o mucho más, una arpía que se camufló bajo la piel de cordero de las diferencias de costumbres o idiomas, y ya tarde, con la resaca del naufragio repetido, el pagano mira hacia atrás con arrepentimiento, al presente con amargura y al futuro, si se le ofrece, con un nunca más.