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jueves, 15 de marzo de 2012

RESCATE EN ANGKOR WAT, EL DESENCADENANTE


En la campaña de promoción de mi tercera novela he decidido publicar fragmentos con la descripción del desencadenante y de los protagonistas. En los próximos días podréis leer gratis el desencadenante y las características de los actores de esta trepidante aventura. Podeis adquirirla al completo por menos de 3 euros en AMAZON KINDLE.

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Casino de Siem Reap, veintiuno de Junio de 2010.

No va más, señores no va más. La bola gira con su sonido de rueca, como las carracas que llevan los niños en las manos por Têt Trung Thu, la luna llena de otoño, el carnaval infantil. Esa pequeña luna, esfera marfileña que colma o vacía los bolsillos, gira como un reloj enloquecido y decide en segundos el destino de unas decenas de pares de ojos irritados por el alcohol, ensombrecidos por el sueño y el humo. Rojo. Negro. Par. La banca gana. La banca siempre gana. Dos jugadas buenas, una mala. La perla blanca gira y parece que va a detenerse en mi casilla. Ya casi. Pero no. Ahora sí. Dos jugadas más como ésta y me habré recuperado, y podré volver a jugar mañana. Ay, juego, eres mi pasión y también mi ruina. Unas veces gano pero al final siempre me pierdes. Lo sé, y aún así sigo jugando. Ya no queda nada más. La casa de mi madre está hipotecada, su herencia, que era mía, todo encima de la mesa, lo mío y lo que esa gentuza me ha prestado. No tenía que haberlo tomado, pero ya es tarde, siempre me pasa igual, y la bola rueda de nuevo como el tambor de una pistola que apunta contra mi sien. Solo dos jugadas más, por favor, solo dos más y mañana…treinta y seis, rojo, par y pasa. Adiós. No pasa nada. En una jugada puedo recuperarlo todo. Sí; todo al 36, todo o nada. La bola gira de nuevo, como gira mi destino sobre el fuego del infierno, todo o nada, aplausos y sonrisas o una paliza, todo depende de 37 miserables números.

Así de sencillo… Tres, impar, rojo, y la mano de uno de esos matones me aprieta el hombro casi tanto como el nudo que siento en el cuello. La he vuelto a cagar. Y me doy cuenta como en el minuto después de un accidente, que habría podido evitar de no estar bebido, si no hubiera conducido, si no me hubiese distraído, de no haber jugado; y miro como si tras disparar un arma, al ver caer a mi hermano, descubriera incrédulo que el arma estaba cargada. Es demasiado tarde, como otras veces. Me apartan de la gente con una amabilidad convincente, casi en volandas, los pies apenas rozando el suelo, las garras de dos chinos tatuándome la forma de sus dedos contra la piel. No veo claro. Tanto rato llevaba con los ojos fijos en el tapete, la copa en la mano, las fichas en la otra, que soy incapaz de enfocar a distancia. Me suben por unas escaleras alfombradas y atrás queda el rumor grave de los jugadores, el de las máquinas tragaperras, el cloqueo de los cubiletes de dados, las voces de los croupieres, el humo de los cigarrillos, el tintineo estridente de los cubiertos que caen al suelo en el restaurante donde he comido, fumado y bebido gratis hasta el desplume total, mi completa ruina. Y ellos debían saberlo. ¿Por qué me habéis dejado jugar? ¿Qué vais a obtener de mí? Estoy solo y mi vida... no vale nada.
            -Hola caballero. Parece que no ha habido suerte.
            -Qué gracioso. Usted sabe quien maneja la suerte en este local.
            -¿Me llamas tramposo porque me debes dinero? ¿No te han enseñado modales? Swe, demuestra al señor qué son los modales.
            Nam se encuentra sentado en un butacón tapizado, de estilo francés, muy lujoso e incómodo. La sala enmoquetada de color Burdeos, con olor a perro mojado, la luz amarilla que le agrede, en contraste con el ambiente de penumbra de la zona de juego, y cae pegajosa sobre su cuerpo, como una lluvia de aceite caliente. En la sala todo es excesivo, el brillo, el humo, el lujo, la hostilidad. Observa a los que juegan tras la pared de cristal doble; con probabilidad ellos no pueden verle. Qué podrían hacer por él. Los perros guardianes le clavan en el asiento, sus manazas sobre sus hombros como las garras de un águila, prestas a sacarle el hígado. Ellos son dos masas de carne con forma humanoide, antiguos luchadores de sumo o campeones de concursos de comer pizzas. Sus trajes, apretujados contra la musculatura, en cualquier momento pueden rasgarse y desbordar esa carne y toda su mala leche. Las narices chatas de boxeador resoplan como chimeneas de un tren antiguo a cada gesto, y su aliento le rodea y se suma a su sensación de calor, de asfixia, de congoja. Al gesto del jefe, uno de ellos levanta y baja la mano como una cimitarra. Casi le parte la clavícula. Suelta un grito, y el que ha hablado primero, un tipo moreno, de aspecto tailandés, las manos en los bolsillos, sonríe. Debe tener sesenta años, las gafas tostadas, la ropa holgada de tonos café con leche la camisa, cuello Mao, y sin leche el pantalón. Se relame los bigotes y le recuerda a un felino de salón, un gato siamés, la mascota de una prostituta. Nam, tras el golpe, recupera la postura como el papel de estaño, casi como antes, pero nunca igual.
            -Me debe un buen pico, más de cuatro mil. ¿Cómo piensa devolverlos?
            -No tengo nada.
Nuevo golpe, otro mazazo, solo que esta vez al otro lado. Debe de haber perdido un centímetro de altura desde que empezó la conversación, hundido en el terciopelo del asiento. Otro golpe más y quedará con las posaderas enclavadas en el marco de madera del butacón.  El gato siamés se sacude un polvo inexistente de las mangas de la camisa, un gesto ritual, como para darse importancia, o para quitársela al hecho de estarle vapuleando. Con el cuello contraído de dolor, Nam ya no es capaz de mirarle a la cara, y fija la vista en su cinturón de cocodrilo, cuya hebilla, un círculo con el dibujo de un laberinto, el laberinto en el que se ha perdido, simboliza la suerte, la que le ha abandonado.
            -Le he preguntado cómo piensa devolverlo, y quiero saber cuándo. Si no se le ocurre nada, mis amigos se entretendrán en desmenuzar su cuerpo despacio. Aunque no lo parezca, pueden ser minuciosos.
            -¿Qué puedo ofrecerle?-solloza.-Todo lo que tuve lo tiene usted. Y lo que no tenía también.
            -Quizás su familia disponga de algo.
            -Ya lo puse encima de la mesa.
            -Una hermana virgen, una hija,... si hablamos de pago en especias, se podría arreglar.
            -Solo tengo un hermano.
            -Me temo que su hermano no es mercancía de intercambio. Córtale una oreja.
            -Un momento. Mi hermano tiene dinero. Déjeme escribirle una carta, llamarle. Él me ayudará.
            -Llámelo.
            -¿Puedo hacer la llamada a solas?
-No.
Coge el teléfono, lo único que todavía le da crédito ahora. Le tiembla la mano, y la boca seca apenas le deja pronunciar cuando escucha la voz de su hermano. ¿Cuántos años hace que no hablan?
            -Hung. Soy Man. Estoy en un lío. Necesito tu ayuda.
-¿Mi ayuda? Vete al cuerno... tuut... tuut... tuut.
-Parece que ese hermano tuyo ha colgado el teléfono, saco de mierda. ¿A quién querías engañar? -dice el siamés.
A Man se le deshace la cara en lágrimas, el labio inferior le tiembla como el de un azogado, se cubre la cara con las manos y lanza un llanto afeminado. La camisa se le pega al pecho y el sudor trasparenta un cuerpo prematuramente envejecido, sombra de un hombre joven y esbelto consumido por una pasión febril y despiadada. Si hace falta se echará al suelo, besará los zapatos de ese tipo, se humillará para salir adelante, y para seguir jugando.
-Por favor, déjeme intentarlo otra vez. Le daré su dirección.
-¿Qué pretendes? Aún llamarías a la policía. Te quedarás en el casino como mi huésped. No te preocupes; no te faltará diversión. Vamos, cortadle algo. Hay que preparar una carta convincente para su hermanito o lo que sea, con un regalito dentro.
Abajo, en la sala de juego, las cabezas se arracimaban en torno a las mesas. Los tapetes reflejaron hacia los rostros luces verdosas y sombras alargadas, y construyeron sobre ellos máscaras grotescas. La música de las tragaperras teñía de falsa alegría la tragedia de las almas perdidas por la atracción del abismo de un falso azar, manipulado a conciencia por manos ocultas o por caprichosas leyes matemáticas. Pese a ello, la gente pululaba entre máquinas y mesas agrupándose o dispersándose entre exclamaciones o decepciones, como estorninos invernales, y creaban formas fugaces antes de desaparecer en sus habitaciones hasta el día siguiente.
Brillaban las estrellas en la oscuridad, incontables bolas de ruleta, y giraban en la bóveda celeste como en una inmensa rueda de casino. El gran reloj se había puesto en marcha. Los minutos comenzaban a pesar sobre la cabeza de Man como las lágrimas de cristal de una lámpara de salón, como las piedras preciosas que antaño se incrustaron en los muros de los palacios de Angkor. Las ruinas del reino de los Jayavarman testimoniaban la decadencia de un imperio y las cabezas descomunales de arenisca del Bayon vigilaban los cuatro puntos cardinales, sin haber podido impedir el hundimiento de tiempos mejores en el abrazo de la jungla, bajo el cielo.

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martes, 13 de marzo de 2012

BLANCANIEVES. BAJO LA MASCARA DE UN BUEN PARTIDO

           Desayunamos con una pareja vietnamita frente al palacio de la reunificación de Saigón, el edificio administrativo que los americanos abandonaron a toda prisa en un helicóptero. Él es un rey del acero. Sus facciones son toscas, cuadrados los hombros y la mandíbula, los brazos fibrosos, la voz gutural, los ojos hinchados. Sus dedos parecen tubos articulados de hierro, gruesos como el anillo reforzado en uno de ellos. Se sienta en la silla apoyando los brazos en los apoyabrazos con gravedad, como debe hacerlo en el butacón de su despacho, con el aspecto compacto de una estatua de bronce. Es un hombre de fortuna.
 Ella es una mujer esbelta, de piel ebúrnea pese a ser oriental, la faz angulosa, afilada la mandíbula, cubiertos los ojos tras gafas enormes que le dan un aire de insecto, una mantis religiosa. Sus labios son carnosos y rosados, de dibujo perfecto y sensual, el labio inferior dos tercios mayor que el superior, como el de algunos peces, una boca perfecta para besar. Sus pechos parecen llenos, una rareza en Saigón, sus dedos son largos, como su melena cinabrio, ondulada. Se mueve con estilo, cruza las piernas finas y se retira el cabello de la cara con frecuencia, para permitir ser admirada. Es generosa y prodiga su belleza como la primavera nos regala sus colores. En sus dedos y lóbulos de las orejas brillan diamantes grandes como lentejas. Su voz es suave, aunque apenas interviene en la conversación, como si temiera interrumpir a su marido. Es una mujer afortunada.
Mientras conversamos, el sol luce en el parque y se filtra a través de las hojas de un árbol inmenso que irradia paz y serenidad. Es una mimosa, aunque por los caprichosos y aparentes dibujos de sus raíces, los vietnamitas le dan el poético nombre de intestino de cerdo.
Cuando cae el sol, llega el desenmascaramiento. Él es un hombre de negocios, y como buen hombre de negocios, sabe que solo se logran trabajando con gente del gobierno. Contentar el capricho de quien manda es como orientar una brújula en un campo magnético. Bailas su música, que cada día cambia, y  en cualquier caso, es ocupación que comienza cuando termina tu trabajo, por lo que todo es trabajo, y las horas libres lo son para servirles. Y en otro lugar, pasan las horas la mujer y los hijos en una casa vacía de padre y de marido, olvidados en una orilla del rio, mientras en la otra, el marido entretiene a quien se aburre de su suerte. Y ahora, en la soledad del ocaso, como cada noche, las gafas son grandes para ocultar la melancolía, la soledad y algunas lágrimas. Y ella observa en el espejo su cuerpo, del que tras la maternidad solo se enorgullece vestida, y se siente soporte decadente del bonito vestido que lució por la mañana. Y cuando el hombre de acero llega al hogar, es solo los restos de un hombre, incapaz de satisfacer los anhelos callados de ella. Así, entre silencios y lágrimas secas, transcurre el tiempo nocturno de quien durante el día es tenida por una diosa.

viernes, 9 de marzo de 2012

RESCATE EN ANGKOR WAT. NUEVA NOVELA

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Queridos seguidores de este blog, o sea, de mis peripecias por el Sudeste asiático:

Tengo el placer de anunciaros que he publicado mi primer libro en AMAZON. Un poco cansado de la sed y el ayuno que suponen la travesía por el desierto de intentar ser publicado en España, he decidido emprender la ágil y estimulante senda digital. Me estreno con una primicia, mi tercera novela, de ambientación exclusiva en Indochina.

RESCATE EN ANGKOR WAT es un thriller tragicómico que denuncia el tráfico infantil en el Sudeste asiático. El secuestro de un hombre en un casino ilegal de Siem Reap es el punto de partida de una serie de aventuras por Vietnam y Camboya, donde Hung, el hermano del secuestrado, para pagar el rescate elige secuestrar a su vez a dos bebés de distinta familia, meterlos en el baúl de una moto-pizza y acudir al casino.
Los padres de los bebés, Duc, un vietnamita del lumpen de Saigón y Peter Booijink, un ingeniero holandés, cada uno a su manera, tratarán de rescatar a sus hijas. La subtrama de Duc retrata el Vietnam del siglo XXI desde la óptica de los bajos fondos mientras que la de Peter Booijink muestra la vida de los extranjeros expatriados por el mundo y las actividades delictivas en una plataforma petrolífera con el conocimiento de quien se cree impune.
Las vidas del perseguido y los perseguidores se entrelazan irremediablemente en un camino común, la carretera de Saigón a Siem Reap, y la experiencia del secuestro servirá como elemento de transformación personal para todos ellos.
Es un libro de ritmo trepidante que no podréis dejar hasta el final.

Podréis descargarlo en vuestros I-Pad, Kindle y otros aparatejos a partir del 15 de marzo. El precio es super económico y con impuestos incluidos no supera los 3 euros.

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Espero vuestros comentarios

Rubén

sábado, 3 de marzo de 2012

PELUQUERÍA Y CARNE PICADA



                     Oigo un ruido. Una moto caída, bolsas de carne por el suelo. Unas con carne magra, otras chuletas o hígados. Parece el botín de un destripador. El conductor aprovecha el accidente para seleccionar aquella que debe entregar al hotel de enfrente: chuletas. Al mover la moto para marcharse, cae de nuevo y desparrama su carga sobre la acera, bajo el sol. No es carne picada sino batida, revuelta, accidentada. De nuevo recupera las bolsas, que no derraman ni una gota, y desaparece. Un chico vende buñuelos que transporta sobre la cabeza, los limpiazapatos atacan mis pies pero los repelo. Espero al peluquero, el gran Dức de Thu Khoa Khuan, junto al mercado de Ben Than.
                     Es la estrella, y se permite tener a cinco chicas de traje tubo, falda corta negra, mariposeando junto a su guacamayo azul amarillo mientras desayuna. Las pseudoviudas también aprovechan para comer o desayunar (en Vietnam nunca se sabe) frente a los clientes, y en la tienda nadie trabaja. En la calle reina un ruido infernal de motores, claxons, gritos y chirridos, y frente a mí, otros salones de belleza, igual de vacíos, sus chicas de falda corta y muslos prietos en la entrada, contorneándose como los tentáculos de una gran anémona marina, para atraer a sus víctimas que no llegan.

LA ÚLTIMA BODA DEL AÑO


Hoy es treinta de diciembre y mañana tenemos boda a las 5 de la tarde. ¿Quién se casa el 31 de diciembre? Siempre hay alguien. Son dos ex heroinómanos de buena familia. Ambos seropositivos. El pariente de una rama de mi familia política, de la mujer de un cuñado. La madre estafó a mi mujer hace años; la hija, mi cuñada, a punto estuvo de robarnos un camión hace meses. Al final todo se arregló entre mujeres. Ellas lo estropean y lo solucionan todo. Mi mujer se marcha a las cuatro, a retocarse el pelo, "solo serán cinco minutos" (¿por qué no la creo?) y regresa a las seis de la tarde. No hace falta ser puntual había dicho.
En ruta hacia Tu Duc, en las afueras de Saigón. Llegamos a las seis y media y nos fuimos a las ocho. A la hora de partir, no quedaba nadie más que sillas desiertas. Así son las bodas vietnamitas. Poca ceremonia, música ensordecedora, cajas de cerveza, comida pantagruélica, y tras la misma, estampida. Comité de recepción por la madre ladrona y sus hijas, buenas discípulas. Todas habían ido a la misma peluquería, que a juzgar por sus iguales y violentas melenas, debió ser la del domador de un circo. Además del aire felino, compartían, progenitora y descendientes un aspecto chabacano y solemne, al estilo de la familia de la Faraona, las carnes embutidas bajo el vestido, o protuyendo sobre los huesos de la cara, en los brazos o las caderas, como bolas de algodón o almohadones. A la entrada dejamos un sobre con dinero, que pocas veces pasa de ser algo simbólico. Pero el menú no tenía nada de simbólico: Caracoles rellenos de revuelto de caracol con jengibre, (a su lado los Bourguiñon son para niños), rollitos de primavera, ensalada de gambas, cochinillo laqueado con pan frito, arroz mil delicias (un risotto mar y montaña con embutidos, marisco y semillas de loto), y para rematar, el tradicional hot pot, fundue de caldo picante, bolas de carne, filete de buey, setas y verduras.
Al fondo se desgañitaban algunos invitados en un karaoke junto a un órgano estridente y gritaban canciones ondulantes, que herían los oídos, confundían las conversaciones, atragantaban los bocados. En las mesas vecinas, comensales de todas las edades brindaban sin cesar con su habitual mot, hai, ba, giooo! Un señor de cabello gris, amigo de mi suegra, me estrechó la mano más de diez veces y se empeñó en brindar otras tantas por los tiempos lejanos en que mi mujer le llamaba tío. Los novios pasaron por las mesas con la celeridad y compostura distante propia de personalidades más elevadas, para grabar el momento en versión foto y vídeo.
La novia, será porque las mujeres son expertas en parecer lo que no son y en no ser todo lo que parecen, estaba radiante, con su moño, el vestido rosa y el cuello largo, sedoso y moreno. Supo abrir sus grandes ojos y ofrecer una sonrisa exquisita y civilizada. El novio, en cambio, parecía exactamente lo que era, un hombre enfermo, casi acabado, y que había decidido terminar el año en un acto heroico, el del matrimonio (que se lo pregunten a los casados...), los pómulos marcados, los ojos hundidos en sus cuencas, pero de mirada viva, rapaz, los ángulos estrellados de arrugas precoces, la carne que rodeaba la boca, demacrada. Avanzaba cojeando de un pie que se torcía a cada paso, pese a lo cual, con su traje y bella corbata, mantenía un porte elegante, distinguido, pese a que aún joven, parecía su propio padre, y todavía siendo aquella su noche de bodas, semejaba ser el superviviente al amanecer de una violenta pelea de un matrimonio consumado.
Nos fuimos minutos después de las fotos bajo un arco de flores de plástico, las niñas con sus globos de papá Noel. Había que descansar un poco, pues aún nos faltaba asistir a la fiesta de año nuevo, esa misma noche.