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domingo, 22 de abril de 2012

PALABRAS MUDAS, GENIOS ANÓNIMOS

       
Hace tiempo que no escribes, me dice mi mujer. Me impresiona que lo eche de menos. Debía formar parte de la lista cotidiana de pequeños reproches domésticos. Vaya me falta uno, ¿Cuál era? Ah, sí. Se pasaba el día escribiendo o leyendo y ahora...¿Qué hace?
         El comentario no es baladí ni inapropiado, y refleja una situación real aunque solo a medias. Claro que escribo. Escribo con la cabeza, con los ojos, con el corazón. Y no solo escribo. En realidad reescribo. Desde el comentario de una lectora, entré en una crisis profunda. No os asustéis. No dejaré de escribir, aunque muchos lo han hecho tras un libro y yo ya he escrito tres, ninguno publicado todavía. 
         El silencio también es una forma de escritura, igual de importante que en la música, o que el color blanco o el negro en la pintura. Pero yo no lo veo todo negro, ni en blanco y negro, ni siquiera en grises. Es solo que estoy en esa etapa de quietud, en apariencia, que conlleva la metamorfosis. De resultas mi lenguaje cambiará, las dimensiones de mis relatos se ampliarán. Al menos en el último, la historia de un rescate en Camboya, parece que me había quedado corto. Le faltaba dimensión psicológica, humana, y vamos a decirlo, también un poco de contenido real. Los personajes no eran palpables, no lo suficiente, y sus conflictos parecían de manual de autoayuda. Voy a ampliar las dimensiones de espacio, tiempo y lugar con la cuarta dimensión, la psicológica, con una excursión hacia el sorprendente y desconocido, pese a tan frecuente, síndrome de Asperger. 
         En estos días he disfrutado de la lectura de Barthelby y compañía de Vila-Matas, un relato sobre todos aquellos escritores que por uno u otro motivo dejaron de escribir, o la obra inconclusa, o solo esbozada, o la arrojaron al fuego. No puedo dejar de sentir angustia y dolor cuando pienso en cómo habría sido el final y la segunda parte de Almas muertas de Gógol, descansen en paz sus cenizas, autor y obra, y de las obras del sin fin de autores que cita Vila-Matas. También he disfrutado de una película sin necesidad de estar filmada en tres dimensiones, menos mal. Aún hay quien sabe hacer cine como antes, hasta en blanco y negro, (Ciudad de vida y muerte) e incluso sin palabras (The artist). La película en cuestión es Anonimus. No sé si armó mucho revuelo con su estreno, aunque lo dudo. Aunque trate de uno de los escritores más celebrados de todos los tiempos, William Shakespeare, y de la mano que escribió las obras por él, el Earl de Oxford, hijo bastardo de Enrique VIII, todo según la película de Roland Emmerich, el mismo director de Indepence Day o El día de mañana, o 2012. (¿quién lo iba a decir?). Hasta el propio nombre de  Will Shake spear es interpretado como el juego de palabras que iba a animar la lucha por el trono de Inglaterra entre ingleses y escoceses (traducido como se agitarán lanzas, las de Roberto Devereux,  segundo conde de Essex, tristemente decapitado). La película no tiene desperdicio, y muestra la angustia del artista por dar a conocer su particular visión del mundo incluso a pesar de ser condenado, por mandato regio, a permanecer en el anonimato. 
         Y hoy los escritores nos preocupamos de ser publicados tras nuestra primera obra, y reclamamos la propiedad y la autoría como niños a los que se les arrebata un chupete. Yo he visto la película en una copia probablemente ilegal, a la venta en las tiendas de Saigón, en Vietnam, un país donde la propiedad intelectual se respeta tanto como el derecho de paso en un paso cebra. (prueben a cruzar confiados y conozcan nuestros hospitales). Y me pregunto hasta qué punto no deberíamos ya darnos por contentos los escritores con tener la oportunidad de robar unos minutos, o unas horas a nuestros lectores en este mundo donde tantos imputs compiten por su atención. En un tiempo donde todo lo que se muestra por internet a las pocas horas ya ha sido crackeado, hackeado , shareado (estas palabras no existían cuando yo era pequeño) en los rapidshare, 4share, megaupload, e-donkies, e-mules, Ares y otros. Quizás la ambición del escritor debiera ser tan solo registrar la cuota de lectura, de influencia en la masa, la competencia por la captura de su atención. No sé. Me planteo colgar gratis alguna de mis obras, tal vez todas. Engrosaré con ello la columna larga de escritores pobres. Cuando pienso que el segundo autor inglés más citado después de Shakespeare, Samuel Johnson, casi murió en la pobreza, se me contrae el estómago. 




sábado, 21 de abril de 2012

VIVIR SIN AIRE ACONDICIONADO




Veintiuno de abril. Mientras en España se recordará este invierno como un invierno de mínimos, con nieves durante un mes en el Masanella y el puig major de las Baleares, en Saigón estamos de máximos, con 37.5 grados Celsius esta semana. El disco rojo se levanta a las cinco y media sobre días que amanecen claros o brumosos, y conforme el sol alcanza su trono al medio día, el calor se aplasta, se comprime entre el asfalto y el cielo, los gases de la atmósfera cumplen con las leyes que los gobiernan y se condensan en un espacio reducido, y a medida que aumenta su presión, lo hace también su temperatura ,y condenan a los que nos movemos en ese vapor a refugiarnos día y noche en espacios oscuros, refrigerados por máquinas que arrojan más calor al aire, en un círculo vicioso. Desfilan los pacientes con faringitis, otitis y sinusitis, tantos como en el otro lado del globo, solo que aquí parece absurdo, pero son las víctimas de los aires acondicionados. ¿Acaso nadie se ha resfriado en verano? Son resfriados molestos, que piden calor cuando queremos frío, baños y helados. Por lo contrario, el cuerpo nos exige cama y manta. Y la situación es extraña. Por la tarde, cuando hay suerte, el cielo se tiñe de tonos graves, el río pierde su brillo y vira a un color de lodo mate, cremoso, y su superficie comienza a hervir, a encresparse por ráfagas de viento. Ya al fondo unas áreas de la ciudad desaparecen tras velos fantasmagóricos. Ha comenzado a llover. Huele a barro. Suele ser así. Por sectores, ahora allí, más tarde aquí. Nunca por mucho tiempo, aunque a menudo con gran ímpetu. Solo hace dos semanas de la gran tormenta tropical que sacudió la ciudad. Parece que hay una clasificación, siempre hay alguna, de la severidad de las tormentas tropicales. La nuestra fue pequeña, pero dejó la ciudad enterrada por un manto de hojas, y múltiples árboles tumbados en las calles comerciales y en los parques. Tendemos a anhelar lo que no tenemos. No sé si los androides sueñan con ovejas eléctricas, pero yo sueño con dormir sin aire acondicionado.

AMANECE EN SAIGON



Las cinco y media. La bruma envuelve la silueta dentada de los rascacielos, solo visibles por una línea roja que refleja el sol, mate todavía, recuperándose del brillo que prestó a la luna toda la noche. En las calles caminan, solos o por parejas, los primeros deportistas, inspiraciones y exhalaciones, unos corren, otros rezan. El amanecer es fresco. Un gallo canta. La larga serpiente de asfalto que une nuestro apartamento con el centro, la calle Nguyen Huu Canh, aún no se ha llenado de escamas, motos atascadas en el embudo de Ton Duc Tanh sobrecargadas de estudiantes de uniforme, dormidos sobre las espaldas de sus abuelos, o de hijos que comparten el mismo uniforme azul que su padre, el casco de obrero amarillo, la cantimplora o la fiambrera bajo el brazo. En el centro, en la plaza del diamante, junto a la calle Pasteur, parejas han cruzado las aceras con sus redes y juegan al bádminton. El gallo vuelve a cantar. Los carritos metálicos cargados de Ban My, bocadillos a 30 céntimos, se detienen junto a las escuelas y universidades, en la calle del zoológico, donde las motos descargan a los uniformados estudiantes, y frente a mi clínica, el carrito de la lectora de biblias entre huevos fritos y montoncitos de pepinillo y fiambres.
Desde mi balcón, los containers del puerto industrial reflejan sus colores de LEGO gigante en los charcos que dejó la última lluvia de ayer. El sol amarillea y brilla ahora, y la ciudad despierta con un rumor creciente, como el de la pieza El mar, de Debussy.