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lunes, 11 de junio de 2012

OCCIDENTE SIN VERGÜENZA, ORIENTE SIN PACIENCIA

Aquél que se desprende de la vergüenza tiene ganada la partida a la libertad. Josep Pla decía que para ser libre se necesitaba dinero, que el dinero te hacía independiente. No conozco ningún país muy pobre que desee ser independiente a menos de que tenga la ilusión de volver a ser rico (o al menos sus gobernantes). Pla hablaba de que el pobre de verdad, el pobre sin remedio, sólo lo es aquél que ha perdido la ilusión del milagro posible.

 Opino que la verdadera libertad reside en desprenderse del sentido del ridículo. En Occidente, en España, debemos persistir en la fe en el milagro posible. Lo del ridículo, mejor lo dejamos. Nuestro país solo brilla en el extranjero por sus atletas. Lo más triste es constatar que los nuevos que ocupan el poder, repiten las tácticas de los anteriores, negando evidencias, eufemizando lo innegable, echando culpas hacia atrás o hacia afuera. Son bufones, pero bufones ladrones, mentirosos, mala gente. El problema, es que si les culpamos, nos convertimos en ellos mismos, porque el que esté libre de culpa, de responsabilidad, el que no haya chupado de aquí o allá, con evasiones, “pequeños olvidos involuntarios” frente al fisco, pirateos, amiguismos y recomendaciones a pequeña escala, repetido bajas, prologado paros mientras ejercía otro oficio o sonado con hacerse millonario con especulaciones domésticas, que tire la primera piedra.

Todos somos, en cierta medida, los responsables. Lo cual no debe impedirnos romper el círculo y empezar a poner coto, limites y control a quien ostenta el poder. El anillo del poder convierte en monstruo a quien lo lleva, palabra de Golum.

En Vietnam hay una mezcla naif de candor y valentía que observo en algunas de mis colaboradoras de la clínica. Cometen errores de bulto, olvidos imperdonables, debidos a la no asumida falta de experiencia o al exceso de pajarillos en la cabeza, pero lo reconocen sin que les tiemble la voz, la cara inexpresiva a mis ojos, con una emoción que guardan el algún cajoncito de su cuerpo diminuto, donde todo parece de juguete, mínimo, empezando por sus nombres monosilábicos: My, Lin, Ha, Thao, Dien, Y, Lang, Tram, Trang, Huy, Tu, Hoa, Thuy...

Las escenas de la vida vietnamita, curiosamente, cada vez me recuerdan más a la Mallorca que conocí en 1996, la que relata en “Mis queridos mallorquines”, un escritor con el seudónimo de Guy de Forestier. Vendedores que no quieren vender, conducción temeraria, gesticulación indescifrable, ocultamiento de los sentimientos en público hasta lo ridículo. En Saigón hay una abundancia insoportable de gente paleta con dinero, conductores que parecen sus propios chóferes, padres que parecen sus propios hijos, ruidosos, maleducados, egoístas, víctimas del exceso, de una camaradería adolescente, que obliga a los de fuera, a los que quieren negociar con ellos, a llevar la misma piel, bailar la misma música, un ritual de borrachera absurda.

Junto a ellos, me encuentro personajes como las vendedoras callejeras de bocadillos, banh my, o de café. En un extremo del espectro están las listas, que por ser extranjero te doblan el precio, y si no lo quieres, tú mismo, y en el otro las mujeres entrañables, que con una mirada y una sonrisa te han dado ya casi todo, y sin duda, lo mejor de sí mismas.

En particular hay dos, una en Pasteur, encima del establecimiento Pho Hoa, y otra junto a mi oficina, en Nam ky khoi nghia 167. Pequeñas, bajitas, la una de aspecto aborigen, simiesco, la mandíbula apiñada bajo unos pómulos robustos como el café que vende, siempre cubierta la tez, y a veces la cara, con trapos para que no la afee el sol. La otra, es tan solo una belleza, la proporción perfecta en las facciones, la melena corta que le cae al estilo de Ava Gardner, la piel morena sin que le importe, con una camisa azulete que lleva, abrochados los puños, flotando al viento. Sus voces, las de las dos, cuando hablan, son arrullos tímidos, agradecidos, humildes y honestos.

Estas mujeres, a las que rindo tributo, aún a sabiendas de que en realidad poco conozco de ellas más que lo que puedo ver mientras tomo un cafe sūa da bajo su toldo, son las que me reconcilian, no ya con el trópico, sino con toda la humanidad. Y repito cafés bajo su palio, más por su mirada y su sonrisa, por contemplar sus movimientos afanosos y pajariles, que por el propio café.

Diría que el trópico está idealizado en la mente de muchos españoles. Me refiero a vivir en el trópico. La imagen que uno se hace del trópico en vacaciones solo es una postal, como si uno calibrara un matrimonio por la noche de bodas, o la previa. Lo mismo ocurre con ese paquete de valores que se ha exhibido en las películas orientales, en especial en las de artes marciales. Me refiero a una moral taoísta amanerada, tan alejada de la realidad como la comida de un restaurante chino de Barcelona, que para más inri, ahora casi todos sirven comida japonesa –quién se acuerda ya de Nan Qing–.

En concreto me refiero a la paciencia. La paciencia no es un atributo oriental. Y en cuanto a la calma o la templanza, es solo fachada, miedo atroz al ridículo social de mostrar los sentimientos, de manifestar las contradicciones inevitables en una vida rica. La calma y la paciencia me parecen más propias de los campesinos de cualquier parte, los que saben cuánto hay que esperar para ver crecer la cosecha, y cuán fácil es que una helada la eche a perder. La paciencia se extingue en las aglomeraciones, en las ciudades. Y oriente, el que cuenta para el mundo de hoy, es aglomeración insoportable.

jueves, 7 de junio de 2012

HAN VUELTO LOS LICHIS


Lichis (Litchi chinensis). Como las peras de san Juan, simbolizan junio, el fin de curso, las vacaciones, la frescura del verano. Como las peras de san Juan o los higos de septiembre, los coll de dama o las brevas, son frutos de estación corta, y tan definida como definitoria.
Han llegado desde el norte. Los más famosos son los de Bien Duong . En vietnamita del norte se pronuncia Bin Zung.
A diferencia de los que venden en la boquería de Barcelona, que se refugian bajo una cascara coriácea como las paredes de un panal de abejas, cuando salen del árbol su piel es blanda, tersa y elástica como la de un reptil, y su carne gelatinosa, turgente y acuosa como la de una medusa.
Los principales productores son India, Tailandia , Israel y Sudafrica. Tambien se encuentra en Mexico, herencia de las migraciones ferroviarias de los Chinos al nuevo mundo.

NO HE COMPRENDIDO NADA


Hace años, mi madre me habló del epitafio en una tumba de un escritor conocido. Decía: no he comprendido nada. Tengo la impresión de que cuando deje Vietnam, ese será mi epitafio.
Será por aquello que dijo Lawrence Durrell, la manía judeocopta de la disección, que me gusta analizar la realidad, atomizarla, para luego reconstruirla como un mecano, regurgitarla tras una larga masticación y tragármela de modo definitivo, de forma digerible.
Pero es que en este pequeño y efervescente país hay tanta variable tan diferente a lo conocido, que necesitaría un ordenador más potente que mi cerebro para asimilarla.
La última noticia es que el gobierno, mediante un ultrafarragoso decreto ley, --no solo España gobierna a base de decretos ley--, va a entorpecer el comercio exterior, y probablemente el comercio interior legal.
El país tiene una economía sumergida impresionante. No creo que eso favorezca su desaparición. Los funcionarios del gobierno, las secretarías de mi oficina, las camareras y peluqueras auxiliares en los chiringuitos, se compran teléfonos de 600 dólares ¿Cómo lo hacen?
Sobrevivir cuerdo en el trópico, es complejo para mi mente inquieta, que huye del laiser faire. El estrés ante las decepciones de ayer y los imprevistos de mañana el calor, los aires acondicionados, los ruidos , me impiden el sueño tranquilo y reparador que me enfriaría el alma. Por ello, me muevo con una irritabilidad fácil, por lo pequeño, de tan repetido, por cualquier mínimo giro imprevisto. Ya lo dijo Joseph Conrad en su viaje al corazón de las tinieblas, lo más importante en el trópico es no perder la calma. Más allá solo hay salvajismo.

lunes, 4 de junio de 2012

CAFÉ CON LECHE. CON SABOR A TI

            Café por la mañana, café al medio día. Café con leche. Café sua da (con leche condensada y con hielo a mansalva).  El café vietnamita, de la variedad robusta, exportado en cantidad a España, es un café achocolatado, denso, dulzón, amargo y ácido.
El sabor del café, con leche condensada, me recuerda a mi abuelo. Al olor de su casa, en la calle Balmes, olor a cerrado, a mueble viejo, a chocolate rancio, descolorido, antes negro, envuelto en papel de charol azul mono de mecánico o bata de conserje, la misma que llevaba el portero, el chocolate que guardaba mi abuelo  en un cajón de un mueble carcomido, junto a bolsas de madalenas La Bella Easo, secas, ácidas, rancias también. Y sin embargo lo devorábamos todo en las aburridas tardes de domingo de nuestra adolescencia. Hace poco leía a un gran escritor, Josep Pla. Quadern Gris. Además de impresionarme cómo escribía este hombre, en una prosa tan poética como austera – ¿es eso posible? Sí, lo es. Ya lo hicieron los japoneses en sus haikus– me sorprende también cuánto y a quién leía: a Balzac (no le gustaba nada), Nietzsche, Jean de la Bruyere… y aún me llaman más la atención los detalles de su adolescencia tardía, que entre estudios, traducciones y tertulias, se dedicaba, dice, a aburrirse e intoxicarse. Cuán grande puede llegar a ser el aburrimiento en un adolescente, ahora disfrazado de actividad lúdica electrónica, de red social, vacía de contenido.
Vuelvo al café.  En Saigón, después de comer junto a la clínica, según donde lo haga, me queda un ratito para sentarme en una sillita de plástico, desvencijada, los rotos reparados con grapadora, bajo toldo, para guarecerme de la lluvia monzónica. En lugar o en otro, hay una mujer menuda, sonriente, feliz de que sea su cliente, que me prepara un café sua da. El hielo comprado en barra, como antes, roto dentro de una bolsa de tela de un color sospechoso. El café, un concentrado denso, viscoso, que la dulce mujer arroja, con densidad de jarabe, de una botella de plástico a mi vaso, antes de mezclarlo con la leche de pote.
Cafés de pote, también los he tomado, como los célebres cafés turcos, hervidos, con el azúcar ya puesto, que dejan ese poso al acabar, arenoso, melancólico, con la espalda apoyada en la muralla del viejo hipódromo, junto a la mezquita azul o en un jardín de castaños, a las afueras del museo arqueológico, la taza sobre una mesa improvisada en un capitel caído, el sol ya inclinado sobre el Bósforo, el muecín reclamando a los fieles a la grandeza de Ala, Ala akbar, la taza en una mano, y, en la otra, el rosario o los loukums de pistacho. Café.

viernes, 1 de junio de 2012

MORIR EN PAZ

             RIP. Requiem in pacem.  Las mejores vistas de Barcelona, en la montaña de Montjuich, vistas al mar. Los cementerios forman parte del paisaje, como los sobrios y polvorientos cementerios amurallados de pequeños pueblos de secano, con sus cipreses toscanos, las flores secas, los concurridos cementerios urbanos de Estambul, algunos famosos por sus baños turcos y bares en los que fuman narguilé, los góticos cementerios checos, llenos de esculturas implorantes, cementerios como el de Comillas, del que asoma, blanca, una escultura de Llimona, o los cementerios vietnamitas, unos en los que se seca café o anacardos (cashews)en el suelo, entre las tumbas, otros llenos de tumbas de la guerra, todas iguales, o simples agrupaciones de tumbas de colores entre los campos de arroz. También hay cementerios falsos, paisajes de cruces en memoria de cuerpos no encontrados, o bien espacios esculpidos con cruces blancas, In memoriam. O cementerios acuáticos, sumergidos en las aguas del Mediterráneo, como las tumbas licias, con sus techos en forma de quilla de barco invertida, todas profanadas, en las aguas de Antalia.
           Los camposantos son apenas una actividad del amplio negocio del morir. Funerales, velatorios, misas, crematorios, nichos, lápidas, urnas, esculturas, flores, coronas… todo un diccionario de términos muestra que morir es algo más complejo que el solo hecho de dejar de respirar. La actividad funeraria de la ciudad de Barcelona y de algunas de las principales ciudades españolas está en manos de una empresa de capital riesgo que compró a su vez a una empresa llamada Memora. Morir es negocio para muchos. El Ayuntamiento de Barcelona tal vez in extremis, vistas sus finanzas, hace tiempo que traspasó –vendió– sus acciones y convirtió a esa empresa de capital riesgo, de base inglesa, creo, en la accionista principal de la muerte en nuestra ciudad condal.
          También en Vietnam morir es negocio. Aunque el inmobiliario mueve más todavía. Mientras el gobierno de Vietnam estimula la cremación por la falta de espacio, dicen, para ampliar o construir cementerios, o quizás por ser un método eficaz y económico de enterrar a los muertos, (ya lo pensaron los alemanes en 1940), una empresa de Hanoi, que estaba en vías de expropiación de un cementerio para construir edificios de oficinas, en una sola noche cubrió de arena un cementerio entero, sin dar tiempo a retirar los restos. La noticia, como tantas era solo medio cierta, pero me llamó la atención.
          Mientras tanto, en algunos cruces de calles de Saigon y de algunas carreteras, observo pquenos templos de medio metro de altura, con el incienso ardiendo entre flores de plástico. Son templos a los muertos por accidentes automovilísticos, y los construyen en los puntos negros –como dirían nuestras autoridades de trafico– donde ha muerto un número no inferior a 20 personas.

COMER Y MASTICAR


Dicen que somos lo que comemos, aunque quizás también pueda decirse que somos cómo comemos. La visión del comer ha sido ensalzada o denostada con el ir y venir de los tiempos. En la filmografía antigua era raro ver comer, aunque frecuente beber o fumar. Ahora lo extraño es esto último, y en cambio se expone el acto de comer, se ensalza, se recrea. Las películas sobre la comida se multiplican, como si el fenómeno fuera algo novedoso, como si no lo hubiéramos estado haciendo desde el inicio de la humanidad, y de la historia del cine. Se le da un significado erótico en Nueve semanas y media;, romántico en Chocolat; caníbal en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante o El silencio de los corderos, o en Y si nos comemos a Raul?; decadente en La grand Buffe o en El delicioso encanto de la burguesia; psicoanalítico en Deliciosa Marta o Come, ama, reza; biográfico en Comer, beber, amar; cultural trans-especie en Ratatouille; místico en El festín de Babette. La lista es larga.
En cualquier caso, no recuerdo haber escuchado el chapoteo de unas fauces humanas sobre ninguno de los cientos de platos que desfilan en películas o novelas, ni siquiera (quizás me falla la memoria) cuando los hombres lobos o vampiros muerden los cuellos de sus víctimas. Solo a los zombis se les permite el alarde de mal gusto, pero es coherente, forma parte de la apuesta, del attrezzo.
Por ello me sorprende todavía que Vietnam coma con la boca abierta, chapoteando cada bocado como el que pisa un charco, las mandíbulas chasqueando sobre la comida como el chico en el suelo mojado tras un día de lluvia. Lo hacen los niños y lo enseñan los padres. Cuanto más elevada es la escala social, (empresarios, bellas damas, médicos) más me choca la mala costumbre. Y no influye en ello el número de latas de cerveza ingeridas, pues el chapoteo se inicia con los preliminares de la comida, ya desde los cacahuetes.
A mis conocidos vietnamitas les falta un poco de refinamiento. Pero eso no se compra con dinero. Los diamantes, las blusas de satén, de gasa, o de creppe, los cinturones de firma o los complementos de metales preciosos y pieles raras no ensordecen los chapoteos. A ellos no les afecta, pues no los oyen o los comparten como un mantra masticatorio, quizás destinado a aumentar la palatabilidad, a incrementar la secreción salivar, a oxigenar el contenido oral con función antibacteriana o con el efecto del decantamiento de un vino, pero a mí solo me decanta a la persona por el barranco del mal gusto, y como mi cobardía me impide hacerles la observación, me limito a acompañar sus comidas, sin volumen, con cierta compasión y desagrado, hasta que me olvido.