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domingo, 21 de octubre de 2012

EL ARTE DE LA GUERRA Y LOS MUSEOS DE PIEDRA

 
 
Museos vacíos y museos llenos. Colas bajo el sol de la Toscana, bajo la lluvia de París o Londres, entre los tulipanes de Amsterdam para acceder a exposiciones de éxito, las entradas a la venta en internet meses antes. Rostros atónitos ante las arquitecturas de las fundaciones Guggenheim de Nueva York o Bilbao, o el centro de arte Georges Pompidou, o encandilados ante los entornos del Museo Rodin de París, la fundación Miró de Barcelona o los castillos museo del Loira. El Prado, el Louvre, la Academia, el Palazzo Piti, Versalles, el Hermitage. Museos de éxito.
Pero también hay museos vacíos. El museo de geología de Ho Chi Minh City es un museo lleno de fantasmas de piedra. El museo de bellas artes está solo algo más animado, aunque nada en comparación con los museos de la guerra. Esos salen en las guías, te llevan los rick shaws que quedan en la ciudad, los xe oms, (moto taxis) y todos los tours. El arte de la guerra parece enaltecer la acción de matarse unos a otros. En una época sin polaroids, ni Robert Cappas ni periodistas que siguieran a Lawrence de Arabia, digamos que hasta la primera guerra mundial, la guerra era una situación honorable, una oportunidad de medro económico para gobiernos y combatientes, una deshonra además de un delito no participar en ella si eras requerido por tu bienamado monarca o canciller o emperador. Eras llamado a morir y te ibas a la muerte hechizado por el orgullo o azuzado por el odio, o por el miedo o la miseria. Las escenas de guerra llenan las salas de Versalles, del Prado, del Louvre.
Mi taxi pasa frente a esculturas de jóvenes de ojos de piedra que miran a un horizonte inexistente con el puño en alto, el rifle al hombro. A su alrededor, esqueletos de metal como un cementerio de elefantes, los tanques con sus trompas, los cohetes con sus afilados colmillos, aviones oxidados, helicópteros mudos, libélulas de la muerte. Parecen juguetes de un niño gigante, de un gigante loco. De las paredes cuelgan pinturas de guerreros entre explosiones, junto a alambradas, campos sembrados de cuerpos, fotos en blanco y negro de combatientes de uno y otro bando. Unos lloran, otros ríen, todos fuman, y en sus ojos brilla la angustia de una existencia con cronómetro. Hoy aquí y mañana quién sabe. Los que disparan la primera bala, desde sus despachos con sofás de piel y aire acondicionado, esos no salen en los cuadros, ni en las fotos. O tal vez sí, en las fotos de las Azores, declaran la guerra y la paz con la misma sonrisa, la misma insensata convicción, la eterna e injusta impunidad.
 
No lejos de allí, junto al patético y estrambótico zoo de Saigón, triste prisión animal, bello jardín centenario, casi único espacio verde y lúdico para una ciudad de diez millones de jóvenes que invaden las mañanas de domingo sus avenidas con músicas de discoteca, gritos y amogollonamientos, no lejos de allí el museo de geología yace inerte, descomponiéndose a velocidad geológica, acumulando polvo entre el polvo, ecos que se extinguen en la quietud fósil. Y me recuerda al museo de geología de Barcelona, también junto al zoológico, también vacío, o casi, un museo que me trae recuerdos de adolescencia, la pasión por la piedra, la paleontología, las salas del seminario conciliar de Barcelona, dos espacios ajenos al diseño, a la veleidad política, a las crisis, quizás porque la piedra solo es piedra, y a su ritmo, el nuestro es anécdota.
 





 

 

miércoles, 17 de octubre de 2012

PROGRESO ASIATICO


             ¿Progresa Asia? Primero habría que aclarar a muchos qué es Asia, porque parece que Asia sea solo China, y eso me recuerda a lo del mapamundi de Bilbao.

            ¿Progresar es crecer? Si progresar es crecimiento económico, China y Vietnam han progresado mucho en los últimos años. Malasia ha progresado, o al menos su capital Kuala Lumpur. Sin embargo no veo el eco del progreso en mi vida diaria en Saigón. El crecimiento que no se traduce en beneficios para los ciudadanos no debería llamarse progreso. Eso es éxito económico de unos pocos. Parece que el primer mundo ha intentado siempre organizar al resto, en realidad colonizarlo, controlarlo desde los cañones en el siglo diecinueve y desde los organismos internacionales como el FMI o el Banco Mundial en el siglo XX y XXI. Cuando un país crece, aumenta también su capacidad de endeudamiento, y cuando se endeuda, es controlable. Bruselas, Alemania, los hombres de negro, la troica, dan ganas de mandarlos a todos al carajo con un corte de manga. Pero les pedimos dinero y nos ponen condiciones.

Las civilizaciones crecen y luego se hunden, eso dice la historia, Angkor Tom es un ejemplo. Las ciudades se desarrollan, como Bangkok, Hong Kong o Kuala lumpur. Trenes aéreos, facturación de equipajes y tarjetas de embarque desde el metro en la ciudad, con pasaporte y moneda propia y rascacielos por miles como Hong Kong, una China de primera, al margen del resto, pero son islas de progreso, como Kuala lumpur, el resto del Malasia languideciendo en la pobreza.

Cuando veo la senda del gobierno español, con sus medidas de austeridad para los demás, que no para ellos, apenas veo diferencia en la actitud moral con el gobierno de cualquier dictadura, no importa el signo, (¿acaso lo tienen realmente?) y comprendo que el progreso que ha logrado España en cuarenta años es frágil, y me imagino la involución del imperio romano hacia una edad oscura, de miedo, de pobreza y desconfianza. El progreso no se aguanta sobre lo material, en el bien de unos oligarcas, sino sobre un bienestar compartido, no en una sopa boba estatal ni en un codicioso crecimiento de oportunidades fugaces. Ahora llegan tiempos difíciles donde deberemos reconstruir el valor del trabajo y luchar por nuestros derechos sociales contra gobiernos parásitos, (tampoco importa el signo ni la nación, todos han dado muestras de serlo).

También ha llegado la crisis a Vietnam, y se la ha ganado a pulso. La inversión extranjera ha caído en picado (más de un 30% desde el año pasado) en un país donde los peajes no hacen sino empezar una vez cruzada la frontera. Pero eso no es lo único. La dificultad para encontrar gente local preparada, o de crear equipos estables, de trabajar con gente comprometida, con capacidad de crear valor perdurable, se unen a un crónico déficit en infraestructuras que choca con la proliferación de multimillonarios garrulos y ostentosos.
            A día de hoy, en un país con un clima tropical que permite tres cosechas de arroz al año, cultivar boniato en los terrenos hiperproductivos del sur no resulta rentable a las fábricas de piensos del norte por los costes del transporte, y acaban comprando la materia prima a China. Los dieciséis mil muertos por accidente de tráfico el pasado año, misma cifra de hace cinco años, no parece alimentar el ansia de crear transportes públicos en las grandes ciudades o un tren de alta velocidad que pulverice las 48 horas que son necesarias para viajar desde Saigón a Hanoi. La afluencia de capital y su circulación no equivalen a progreso. No hasta que dejen de atropellarte por la acera o en los pasos de cebra, hasta que el ánimo colectivo sea de respeto y solidaridad, y no de depredación indiferente.

 
 
 


 

EL VALOR DE LOS SIMBOLOS


            El valor de los símbolos se diluye como lágrimas en la lluvia de Saigón. Desde la distancia, sin la presión del entorno, pasan fechas memorables y, días más tarde, recuerdo el significado que les daba antes, con cierto sentimiento de falta, como ante el olvido de un compromiso importante. El once septiembre, la diada de Cataluña, el veintitrés, la patrona de Barcelona, el doce de octubre, día de la hispanidad, y así tantas fechas que me pudieran haber, sino emocionado, sí robado cierto tiempo de reflexión en otras épocas. La vida en un entorno ajeno da una oportunidad para enaltecer lo añorado o para olvidarlo por completo y renacer más libre, sin ataduras, sin recuerdos, sin condicionamientos.

Ahora desde Vietnam, vivo el nacionalismo catalán con preocupación, con tristeza, con vergüenza ajena por el triste espectáculo que supone volver a dejarse engañar por los que expoliaron la administración catalana. Usan por igual nación, estado, soberanía, autogobierno, independencia como si significaran lo mismo, y animan desde el poder político a un camino separatista de corto recorrido, y que en caso de que prosperara, convertiría en cenizas toda esperanza de mejora de la situación económica de Cataluña a corto y medio plazo. ¿Es que nadie se da cuenta? Muchas voces se alzan a favor o en contra con datos económicos en la mano. ¿No somos capaces de imaginar juntos un destino mejor? Es evidente que hay que cambiar el modelo, y que los aupados al gobierno de España por el descontento general hacia el partido previo no parecen dispuestos a romper la baraja.

            ¿Por dónde empezar? ¿Listas abiertas? ¿Mandatos más cortos? ¿Reducción de cargos políticos, que no públicos? ¿Cómo convencerles? ¿Alguien con valor y honradez allí arriba, en las cumbres del poder? Poco probable. No les pedimos que sean brillantes, solo un poco más honrados, y sobre todo, que se despojen de su cínica falta de empatía. Señores y señoras, un poco de sensibilidad hacia los que les sentaron en su silla, que lo están pasando mal. Ustedes NO lo están pasando mal. Sin embargo no podemos esperar milagros. Stefan Sweig escribía de la monarquía borbónica, pongo a ésta por ejemplo pero pudiera quizás hacerse extensivo a otras monarquías y clanes de poder, que no se destacó por su agradecimiento hacia quienes les restituyeron en el trono. Forma parte del hechizo del poder la firme convicción de que nadie mejor que quien lo ostenta puede seguir haciéndolo. ¿Cómo evitarlo?
            Mientras, en Vietnam, el partido comunista, un buen nombre para una organización jerárquica que gobierna una república socialista, aunque en realidad es nacionalista, donde pagar impuestos del 30% no te da derecho a nada, donde sus ciudadanos deben costearse una educación raquítica e inútil y una sanidad nada equitativa y de cobertura anémica, donde no tienen pensiones, país unido bajo la fotografía descolorida y naftalínca de un hombre que debió ser ejemplar en su momento pero que no dejó ejemplo alguno a las generaciones actuales, el partido comunista ha debido llamar la atención a sus funcionarios de alto grado para que restrinjan sus bodas a 600 invitados. Ya decía JF Revel que no hay arma más poderosa que la mentira, pero la mentira sin abono no crece, y ahora parece que el pueblo está  más que abonado.



 

UN PEDAZO DE OTOÑO

         Vivir sin otoño es vivir sin colores, o al menos sin los naranjas, óxidos, rojizos, marrones siena amarillo o tostada. El otoño avisa de la humildad del invierno convirtiendo el follaje en humus y se viste de colores cálidos en tierna despedida hasta la fiesta verde de la primavera. Aunque el otoño es la época del viento, suele llover bastante. El sonido de la lluvia sobre las hojas secas es diferente del clamor sobre el asfalto, sobre los tejados de la ciudad. Llueve sobre Dalat, la región que pudo haber sido la capital de la indochina francesa, por su clima casi mediterráneo, de inviernos suaves, de veranos secos y clementes, por sus bosques de pinos, sus lagos, sus montañas amables que no superan los 2300 metros. Dalat es la huerta mediterránea de Vietnam, donde cultivan las alcachofas, las patatas, las cebollas, las fresas, y crecen los palosantos, que se dejan en los árboles porque nadie paga suficiente para recogerlos. Entre los árboles vestidos de bolas de navidad se extienden los reflejos blanco azulado de los invernaderos, como lomos de pescado brillando en el agua.

            Ruido de lluvia sobre hojas secas, crepitar del fuego en una chimenea del hotel. Emociones calladas, añoradas, extrañas en el trópico. El otoño de pronto tan cerca, a menos de una hora de avión. Vivir fuera de casa está lleno de añoranzas, algunas de las cuales solo las percibes cuando se muestra ante ti algo que dejaste por el camino, algo que la memoria piadosa ha cerrado bien en el armario del recuerdo, para que no te pese en su ausencia. Pero cuando aparece, te inunda de recuerdos vívidos de paseos, de olores compartidos, de manos frías, de besos secos, carreras bajo la lluvia, conversaciones en torno al fuego, de melancolía. El otoño no existe en Saigón, pero siempre nos quedará Dalat.

 

lunes, 1 de octubre de 2012

CUANDO UN AMIGO SE VA


Cuando un amigo se va, algo se muere en el alma. No se trata de hacer literatura de la muerte, sino de la vida. La vida es yin y yang, vacio y plenitud, apogeo y decadencia seguida de renacimiento o de nada. En la distancia el sentimiento no mengua. El duelo es el mismo. Las lágrimas son saladas. La saliva seca y amarga. Entonces pienso en la matriz vital, en que cuando pensamos en alguien nos conectamos con él. La muerte de Alesandro es un golpe que estrangula la garganta y el pecho, y por un momento hasta las ganas de vivir. Queremos ir con él. No dejarlo solo, que no nos deje solos. Después de la incredulidad y la rabia tendremos la oportunidad de honrarle recordando los mejores momentos juntos. Yo al menos solo recuerdo buenos momentos, pese a sus dificultades, y a las mías. En un periodo de desvertebramiento del país, de la moral, del paradigma, muere joven, muy joven, un auténtico señor. Porque señor es el que predica la buena educación y la bondad, la generosidad y la ternura desde el gesto, sin palabras, con la mirada cariñosa, acogedora, eterna. Se fue de repente, sin avisar, avivando la perplejidad ante el absurdo, el implacable fenómeno del azar. O tal vez fue su destino, qué más da. Adiós Alesandro. Te vas pero seguirás aquí, al menos por un tiempo, entre los que te queremos.